La cognición humana es ese conjunto de procesos que nos permite entender el mundo, tomar decisiones, recordar momentos, aprender cosas nuevas y conectar con los demás. Es lo que nos hace humanos en el sentido más profundo: pensar, imaginar, crear, sentir. Y aunque solemos asociar estas capacidades con el cerebro, lo cierto es que detrás de cada pensamiento hay una sinfonía de procesos biológicos que necesitan estar bien nutridos para funcionar con armonía.
La memoria, la atención, el lenguaje, la percepción, el razonamiento… todos estos procesos cognitivos dependen de la salud de nuestras neuronas, de la calidad de nuestras conexiones sinápticas y del equilibrio químico que se da en nuestro sistema nervioso. Y aquí es donde la nutrición entra en escena, no como un detalle menor, sino como un pilar fundamental.
Lo que comemos influye directamente en cómo pensamos y sentimos. Los nutrientes que ingerimos son los ladrillos con los que se construyen los neurotransmisores, esas pequeñas moléculas que permiten que las neuronas se comuniquen entre sí. Sin los ingredientes adecuados, esa comunicación se vuelve lenta, confusa o incluso se interrumpe
Una mala alimentación puede tener efectos profundos y a menudo silenciosos sobre el sistema nervioso. No se trata solo de sentirse más cansado o menos concentrado: cuando el cuerpo no recibe los nutrientes adecuados, el sistema nervioso empieza a resentirse de formas que pueden afectar tanto el bienestar físico como emocional.
El sistema nervioso se alimenta, literalmente, de lo que ponemos en nuestro plato. Las neuronas, que son las células encargadas de transmitir la información en nuestro cuerpo, necesitan nutrientes específicos para funcionar correctamente. Por ejemplo, los ácidos grasos omega-3, que encontramos en pescados como el salmón o en semillas como la chía, son fundamentales para mantener la estructura de las neuronas y facilitar la comunicación entre ellas. Cuando los niveles de omega-3 son bajos, podemos sentirnos más irritables, tener dificultades para concentrarnos o incluso experimentar bajones emocionales.
Otro grupo de nutrientes esenciales son las vitaminas del complejo B, especialmente la B1, B6, B9 y B12. Estas vitaminas participan en la producción de neurotransmisores como la serotonina y la dopamina, que influyen directamente en nuestro estado de ánimo. Una dieta rica en cereales integrales, legumbres, verduras de hoja verde y huevos puede ayudarnos a mantener estos niveles en equilibrio y sentirnos más estables emocionalmente.
El magnesio también merece una mención especial. Es un mineral que actúa como un relajante natural del sistema nervioso. Cuando estamos estresados, nuestros niveles de magnesio tienden a bajar, lo que puede generar más ansiedad, insomnio o incluso dolores musculares. Incorporar alimentos como almendras, plátanos, cacao puro o espinacas puede ser una forma sencilla y deliciosa de devolverle la calma a nuestro cuerpo.
Y no podemos olvidarnos de los antioxidantes, esos pequeños guerreros que protegen nuestras células del daño causado por el estrés oxidativo. Frutas como los arándanos, las fresas, los cítricos o el té verde están llenos de compuestos que ayudan a mantener nuestro cerebro joven y activo. Comer colorido no solo alegra la vista, también es una estrategia inteligente para cuidar nuestra mente.
Al final, alimentarse bien es una forma de decirle al cuerpo: “te cuido, te respeto, te escucho”. Se trata de elegir con cariño lo que nos nutre de verdad. Porque cuando el sistema nervioso está bien alimentado, todo fluye mejor: pensamos con más claridad, dormimos más profundamente, sentimos con más equilibrio. Y eso, en estos tiempos de prisas y pantallas, es un regalo que vale oro.
Una alimentación deficiente no solo afecta al cuerpo: también puede nublar la mente, alterar las emociones y debilitar la capacidad de respuesta ante los desafíos cotidianos. Comer bien no es un lujo, es una forma de cuidar el centro de mando que nos permite pensar, sentir y vivir con plenitud.